lunes, 12 de junio de 2017

La enfermedad

Tres termos. Cuatro, cinco, seis y seguía. Aquella mañana, además de fumar un cigarrillo tras otro, Miguel se la había agarrado con el mate. No le importaba que, treinta días atrás, su doctor le haya descubierto una peligrosa úlcera en el estómago. “¿Dejar el mate yo? Prefiero morirme”, decía.
Lo raro era que, antes de hacerse el chequeo, no tomaba mates ni por casualidad. Es más, me atrevería a decir que lo detestaba profundamente. Pero Miguel era un tipo renegado. Y si alguien le decía: “esto no”, él iba y lo hacía.
Para el mediodía, la lengua de Miguel estaba más verde que una hoja de parra. Más allá de eso, que hasta suena gracioso, una terrible puntada en la panza lo obligó a doblarse para sentir algo de alivio.
Así pasaron unos cuantos minutos: Mate va, mate viene; dolor va, dolor viene. 
Cerca de la dos, y ya casi paralizado por la molestia en su vientre, el dueño de casa intentó cebarse un mate más, aunque le resultó imposible. Ahora la puntada era como una filosa espada atravesándole las vísceras. La úlcera estaba reventando y él lo sabía. Un hilo de sangre apareció en su boca hasta transformarse en un repugnante charco en el suelo. Parecía no haber vuelta atrás.
Haciendo un descomunal esfuerzo, Miguel se sentó en una de las dos sillas de la cocina. Se desprendió la camisa y notó algunos extraños movimientos en su prominente abdomen. “Es la úlcera, que se quiere escapar” pensó. Pero no. No era la úlcera. Lo último que alcanzó a ver, previo a desplomarse definitivamente, fue a un misterioso Ser, de pocos centímetros de altura, de cara roja y ojos negros, que, luego de romperle la carne, salió de su estómago y corrió a cebarse el último mate.

domingo, 11 de junio de 2017

Un cuento de fútbol

Quince minutos del primer tiempo y mi vecino subió el volumen a todo lo que daba. Perdíamos dos a cero y yo echaba fuego por la boca, lo juro. Estábamos jugando mal. Muy mal. Y aquel horrible chamamé, que se filtraba a través de las finas paredes, desató el desastre.
Me sentía nervioso desde la mañana. Disputábamos el clásico y lo único que tenía en la cabeza, era ganarlo. Sabía que no dependía de mí, sino de los jugadores. Pero igualmente iba a hacer fuerzas desde mi casa. La semana anterior me había fracturado la pierna derecha y no me encontraba en condiciones de ir a la cancha. Debía conformarme con mirarlo por televisión.
A los cinco minutos de comenzar, el equipo rival metió un gol desde afuera del área. Uno a cero abajo, casi desde el vestuario. Intenté calmarme, dándole un trago largo a mi vaso de vino. Pero cuando nos hicieron el segundo, diez minutos más tarde, tanto el vaso, como la botella y el control remoto, volaron por los aires hasta estrellarse contra la pared. Odiaba perder. Y más contra nuestros históricos enemigos.
Imagínense mi estado, cuando un violento sapucai y unas desafinadas guitarras criollas me perforaron los tímpanos. No entendía absolutamente nada. Hasta que recordé que mi vecino, cada dos por tres, disfrutaba escuchando ese tipo de música.
Pensé en tocarle timbre para pedirle que bajara el volumen, sin embargo, no quería perderme ni un segundo del partido. Ahora parecía que la cosa se estaba emparejando: habíamos pegado un tiro en el palo.
Pero el tercer gol de ellos, faltando dos minutos para terminar el primer tiempo, fue lo que me impulsó a ir hacia la cocina.
Abrí el primer cajón y agarré la cuchilla más grande que encontré. Luego, salí a la calle.
“Gritá un sapucai ahora”, dije, mientras le insertaba el filo en la garganta.
Ganamos cuatro a tres. El cuarto gol fue sobre la hora. Festejé el triunfo. Pero también brindé porque no iba a haber más chamamé en el barrio.