domingo, 11 de junio de 2017

Un cuento de fútbol

Quince minutos del primer tiempo y mi vecino subió el volumen a todo lo que daba. Perdíamos dos a cero y yo echaba fuego por la boca, lo juro. Estábamos jugando mal. Muy mal. Y aquel horrible chamamé, que se filtraba a través de las finas paredes, desató el desastre.
Me sentía nervioso desde la mañana. Disputábamos el clásico y lo único que tenía en la cabeza, era ganarlo. Sabía que no dependía de mí, sino de los jugadores. Pero igualmente iba a hacer fuerzas desde mi casa. La semana anterior me había fracturado la pierna derecha y no me encontraba en condiciones de ir a la cancha. Debía conformarme con mirarlo por televisión.
A los cinco minutos de comenzar, el equipo rival metió un gol desde afuera del área. Uno a cero abajo, casi desde el vestuario. Intenté calmarme, dándole un trago largo a mi vaso de vino. Pero cuando nos hicieron el segundo, diez minutos más tarde, tanto el vaso, como la botella y el control remoto, volaron por los aires hasta estrellarse contra la pared. Odiaba perder. Y más contra nuestros históricos enemigos.
Imagínense mi estado, cuando un violento sapucai y unas desafinadas guitarras criollas me perforaron los tímpanos. No entendía absolutamente nada. Hasta que recordé que mi vecino, cada dos por tres, disfrutaba escuchando ese tipo de música.
Pensé en tocarle timbre para pedirle que bajara el volumen, sin embargo, no quería perderme ni un segundo del partido. Ahora parecía que la cosa se estaba emparejando: habíamos pegado un tiro en el palo.
Pero el tercer gol de ellos, faltando dos minutos para terminar el primer tiempo, fue lo que me impulsó a ir hacia la cocina.
Abrí el primer cajón y agarré la cuchilla más grande que encontré. Luego, salí a la calle.
“Gritá un sapucai ahora”, dije, mientras le insertaba el filo en la garganta.
Ganamos cuatro a tres. El cuarto gol fue sobre la hora. Festejé el triunfo. Pero también brindé porque no iba a haber más chamamé en el barrio. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario